miércoles, 20 de febrero de 2008

PRESENTACIÓN DEL CATÁLOGO


La doctrine des Moeurs 1648

La intención de hacer este Catálogo, se concibió inicialmente como forma práctica de ordenar mi biblioteca seleccionando los libros más amados, aquellos que me traen mejores sensaciones y recuerdos. Finalmente, y después de una exhaustiva clasificación, decidí dar a conocer los más antiguos, raros y curiosos a través de un Catálogo impreso.
Cuando terminé de dar cuerpo a la idea, comprendí que esta selección tenía una virtud mayor que la del mero ordenamiento y clasificación; y es que, además de los afectos y vivencias que me unen a cada uno de estos libros, está la sensación de poder tenerlos todos de una sola vez al alcance de los ojos.
El tiempo sólo mejora lo que ya es bueno. Así, esa frase que nos advierte, con gesto solemne y pausado, que determinado libro "tiene más de cien años" no está diciendo nada. ¿Y qué, que sea centenario? Podría tener esa antigüedad, o doscientos años más, y no valer nada. La rareza, igualmente, tampoco indica nada. Si el libro aparece en 1844 pero la obra es efectivamente infame, ¿qué sucederá? Tenemos un libro con más de cien años y que es, además, raro, sólo quedan un par de ejemplares en el mundo, pero ni aun así tiene el más mínimo interés.
Descartadas ya la antigüedad y la rareza como valores en sí mismos, sólo nos queda definir los parámetros que deciden el valor de un libro. Y es por eso que mi aproximación al libro antiguo tiene aquí un objetivo humilde: aludir a los detalles sobre los que debe tener alguna noticia quien tome en las manos un impreso antiguo y desee conocerlo y disfrutarlo, como objeto manufacturado, o aprovecharse plenamente de él en cuanto testimonio o documento. Se ha repetido hasta la saciedad que entre el objeto-libro y el texto para el que sirve de soporte existe una relación múltiple. Ciertamente el objeto-libro permite la existencia, la conservación y la difusión de un texto.
No obstante, nunca debe olvidarse que se trata de un producto en cuya fabricación se han empleado determinados materiales y se ha aplicado cierto arte o técnica, y que ese producto ha nacido en un preciso contexto económico y para cubrir unos específicos propósitos comerciales o de difusión, que implican al autor y al editor, pero igualmente al lector-comprador.
Todos esos aspectos deben rondarnos por las mientes cuando recorramos parsimoniosamente el impreso. Sigo insistiendo: cuando examinamos un ejemplar de una edición antigua tenemos que considerarlo, en primer lugar, como un producto tipográfico.
Estamos ante el resultado final, casi siempre en forma de libro, de un proceso de fabricación, en el que se ha empleado un determinado material como soporte y un instrumental específico para ofrecer un texto impreso, es decir escrito de una determinada manera. Ese mismo producto es, además, un producto editorial, lo que quiere decir que ofrecerá información que lo individualiza o identifica, e igualmente un testimonio textual que puede y ha de ser leído.
Cada ejemplar concreto es siempre un producto histórico. Quiere esto simplemente decir que el paso del tiempo habrá adherido a cada ejemplar de la edición elementos foráneos, relatándonos nombres de sucesivos poseedores y en ocasiones añadiendo además signos específicos de posesión en forma de exlibris. También se dan otros casos: el del volumen que nos relata por quién y con qué propósito fue leído e incluso anotado, el del volumen que quedó mutilado o ha sido manipulado o el del que fue más afortunado y luce una encuadernación digna o lujosa.
La consideración de cada ejemplar como producto histórico admite la posibilidad de considerarlo, al subrayar determinados detalles, como producto bibliotecario y como producto bibliofílico. Son las historias mil que permiten añadir a su noticia los calificativos de único, raro, curioso, esencial para determinada investigación, etc.
Todo libro declara con mayor o menor pormenor su personalidad bibliográfica. Hay que descubrirla. Para ello es necesario examinar en primer lugar la materia que sirve de soporte y sus características estructurales; anotar aquellos datos relativos a su identidad tipobibliográfica, que el impresor tuvo a bien declarar; concretar las características que singularizan su particular presentación del texto; fijar el diseño de la letra empleada o los diversos diseños de las varias fundiciones de tipos que se hayan empleado en su impresión; y finalmente, si es el caso, concretar las características técnicas y artísticas de los elementos decorativos y las ilustraciones que acompañen el texto. Supone ello el tener que examinar un variado conjunto de elementos, sobre cuya historia de uso en la imprenta debemos tener información muy precisa. Lugares y elementos de particular interés al efecto son la portada, el colofón, la marca tipográfica, la caja de escritura, la fe de erratas y el registro. La propia técnica impresora imponía determinadas costumbres, especialmente ciertas libertades a la hora de organizar el texto para que ocupase en el pliego de papel un espacio previsto o requerido; quien tome en las manos un libro impreso antiguo deberá conocer cómo se trabajaba en el taller de imprenta, pues en caso contrario tendrá demasiadas sorpresas y puede emitir juicios negativos sin conocimiento de causa y no está bien que así lo haga.
Es fundamental su valor intrínseco entendido como su calidad literaria, histórica o filosófica. Si describe hechos que acaban de suceder o son un fiel reflejo de una época pretérita. Si hay ediciones posteriores o hay una sola edición. Otros valores intrínsecos podrían la ser la encuadernación, la calidad del papel, si la tirada ha sido muy corta y, por supuesto, el estado de conservación.
Queda por último el parámetro que podríamos llamar referencial o precio de mercado, que es cuando varios libreros en sus catálogos o en sus establecimientos ofrecen un mismo título a precios semejantes.

Mercedes Cañones Pérez

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